Nota de los Traductores

Este libro es una obra de arte en curso; no en el sentido de que esté en proceso de ser escrita. Ya hace tiempo que los autores cumplieron con ese deber, las palabras ya están en su lugar. El proceso a realizar procede de su lectura.

En términos generales, ésta es una obra maestra de ciencia ficción-fantasía escrita durante la edad de oro de este género de literatura: los años 30 del siglo pasado. Horace Gold la escribió para John Campbell y su revista Unknown Worlds (Mundos Desconocidos). L. Sprague de Camp colaboró para terminarla, y finalmente fue publicada por entregas en 1939. Ésta es la primera vez que se publica en formato de libro, aunque recibió muchos elogios cuando apareció por primera vez en la revista Unknown Worlds. Desde entonces se ha convertido en una historia de culto.

La novela se basa en la figura de Fausto: un hombre en Nueva York, durante lo más crudo de la Gran Depresión, emprende la tarea de burlar al Diablo con un plan infalible. La historia se desarrolla en escenas y cuadros vívidos. La premisa es brillante y ofrece giros inesperados en todo aquello de lo que trata, reflejando detalladamente, a un tiempo, una metrópolis al puro estilo del cine negro.

Ésta es una de esas obras de literatura, ya sabes de las que hablo, en las que las palabras se levantan como para ir a dar un paseo, cambiando de sitio cuando no estás prestando atención. Mi opinión es que una única lectura no es suficiente, ya que con cada lectura la historia crece y se hace más profunda. Hablando fenomenológicamente, no importa que esto resulte de cambios en el texto o de cambios dentro de ti, lector. Lo importante es la experiencia de leer la historia. 

 

Sobre el Autor, por el autor:

Nací en el año en que estalló la Primera Guerra Mundial, me gradué en el año en que Hitler y Roosevelt llegaron al poder, me casé el día en que estalló la Segunda Guerra Mundial, tuve un hijo veinte días después del ataque sobre Pearl Harbour, fundé Galaxy Magazine minutos antes del comienzo de la Guerra de Corea, me divorcié en el año del Sputnik, volví a casarme en el año de la Moción del Golfo de Tonkin. En otras palabras, soy una especie de “María la del Tifus” histórica y me debería pagar un dólar cada hombre, mujer y niño de la Tierra –un miserable dólar- para que ya no dé mas pasos importantes en mi vida.

Horace L. Gold (1914-1996)

 

 

 

Nadie Excepto Lúcifer

 
Capítulo Uno
 

Hale tenia buenas razones para dejarse llevar por el pánico. La mayoría de la gente, encontrándose enferma, sin un duro y sola, en una sucia pensión barata se habría sentido aterrorizada. Pero Hale no. Efectivamente estaba enfermo, sin un duro y solo –pero, así era exactamente cómo quería estar. Lo había planeado hacía mucho tiempo. Habiendo logrado lo que parecía ser una meta fácil, se sentía más bien optita . Esperó pacientemente el siguiente paso de su plan.

Escuchó algo fuera, en las escaleras. Llevaba atento toda la mañana. Su pálida cara se iluminó. Estaban crujiendo exactamente de la manera en que él lo había previsto.

Dos pares de pies caminaron, pesados e indecisos hacia su puerta. Entonces se detuvieron . Hale escuchó, impaciente por que el crujido volviese a empezar. Por el contrario, escuchó apagados y emocionados cuchicheos.

Contuvo su exasperación. Si se hubiera atrevido a poner en evidencia su entusiasmo, habría gritado: “Burke, sé que sois tú y tu mujer acercándoos para echarme, si es que sois capaces de meter una llave rota en la cerradura mientras estoy fuera. No os preocupéis. No perdáis el tiempo pensando en ingeniosas conspiraciones para hacer que salga a la calle. He esperado durante años el valor para colocarme en esta posición. No me iréis a fallar por tener lástima de mí, ¿verdad? Venga, por favor, mi destino se inquieta”.

Pero claro está, no dijo nada. Conocía demasiado bien la vigilancia de su opresor; había pasado años entrenando para no caer en tal clase de arrebato revelador. A pesar de que no era ésa su intención, levantó la cabeza de la cálida almohada. “¡Venga ya!” deseaba febrilmente. “¡No me hagáis esperar!”.

Lanzó una mirada desafiante a la puerta, como si pudiera hacer que, de esa forma , se abriera antes . ¿Qué les hacía esperar? se dijo. ¿Por qué les importaba el tener que expulsarle ? Sólo eran los conserjes. Tenían que haberlo hecho antes.

No tendrían que hacer trampas para echarle. Él se levantaría simplemente, se vestiría y saldría. Quizás debería resistirse un poco para salvar las apariencias. Pero nada más. Y entonces estaría en la calle sin un duro y ninguna idea de qué hacer a continuación -exactamente cómo lo había planeado con minuciosidad- exactamente como deseaba de forma tan intensa que no podía permanecer quieto.

Las escaleras crujieron de nuevo. “Venga, venga,” pedía frenéticamente. No paréis. Por favor, no paréis...”

La Señora Burke hurgaba en los bolsillos de su delantal, buscando las llaves. Hale podía escuchar el frufrú del almidón tieso, el tintineo de las llaves y la ronca y gangosa respiración de su boca .

La adusta portera elegía del llavero la llave correcta. Hale opinaba que un palillo habría servido igualmente. El dueño de la casa pasaba poco tiempo preocupándose por las posesiones de los inquilinos y gastaba aún menos dinero en las cerraduras.

Aunque estuviese ansioso por ser echado de la casa, Hale se sintió halagado por su renuencia. Este sentimiento no les era habitual, si no, no habrían durado veinte cinco años en su puesto. Significaba que les caía bien y le tenían pena. Podía haber disfrutado de la sensación de caerles bien, excepto que dificultaba la situación en vez de facilitarla.

“¡Deja de buscar a tientas!” dijo entre dientes.

“La cerradura hizo un ruidito seco, como si sirviera realmente para cerrar, y después la puerta, poco sólida, se abrió por su propio peso. Dando la apariencia de dos portadores de féretro que habían llegado lamentablemente antes de que el paciente hubiese muerto, los Burke lograron a entrar en la oscura y pequeña habitación.

“¿Cómo…? ejem,” soltó la Señora Burke. “¿Cómo está, señor?”.

“Yo estoy bien, pero, ¿qué le ocurre a usted?” La floja voz de Hale subió de tono hasta alcanzar una débil irascibilidad. “Debería haber llegado hace horas”.

El Señor Burke cerró la boca, constantemente seca, para tragarse la muy necesaria saliva. “Que me aspen si puedo entenderle, Señor Hale. Está más enfermo que un perro. Debería haber ingresado en un hospital…”

“¡Edgar!” le gritó su mujer.

“Sé que no es educado decirlo. De todos modos, quiero que me permita llamar a una ambulancia. No le costará nada, Señor Hale. Irá a costa de la Seguridad Social”.

La Señora Burke asintió con la cabeza. “No podemos echarle a la calle a principios de febrero. Viene de una buena familia y no está acostumbrado al frío. Además, está muy enfermo”.

“Un poco griposo, nada más,” dijo Hale. “Hága el favor de ayudarme a sacar los pies de la cama. Pesan un montón”.

“¿Por qué no es razonable, Señor Hale?” le rogó el Señor Burke. A mi mujer Molly no le importaría cuidarle; pero no sería capaz de hacerlo igual que en un hospital. En poco tiempo usted estará…”

“¿Me van a ayudar a levantarme o lo hago yo mismo?”.

“¡Jo!” gruño el Señor Burke en vano, “parece que desee que le echen”. Levantó y giró las piernas de Hale.

Hale se quedó quieto sentado en la cama. ¿Estaba siendo demasiado evidente? Si Burke fuese capaz de sospechar su impaciencia, también podría seguramente hacerlo su enemigo.

“Está equivocado,” dijo con un aire formal. “Me educaron para no gorronear. No puedo pagar el alquiler, así que no merezco quedarme; y no aceptaré limosnas ”.

Sintió alivió al ver que su argumento les había frenado, al menos provisionalmente. Se puso de pie con tanta firmeza como pudo demostrar. Su cara palideció y le temblaron las piernas. Consiguió apoyarse en el hombro del Señor Burke.

“No sea tonto,” le imploró el Señor Burke.

Hale logró negar con la cabeza. La tentación fue enorme. Sabía que necesitaba una cama limpia y mullida, comida decente y asistencia médica, lo deseaba intensamente.

Se puso en pie. “Ahora estoy mejor”. Se quitó la caa del pijama y la dejó caer al suelo. La Señora Burke se inquietó y cuando empezó a quitarse el pantalón, salió al pasillo.

¿A dónde irá cuando salga de aquí?' le preguntó el Señor Burke.

Hale se encogió de hombros . “Tengo planes”.

Con cuidado, el Señor Burke le ayudó a ponerse una caeta. “¿Qué clase de planes tiene?”.

“Planes comerciales. No creo que traiga buena suerte hablar de ellos”.

“Creo que usted está loco. Delira”.

Agachado, atando los cordones de sus zapatos, Hale tuvo que admitir que existía esa posibilidad. Entonces le sonrió y continuó atándolos. ¡Imposible!

Recordó el pasado reciente. Había trazado metódicamente un plan de acción.

Precisamente por seguirlo , había abandonado un puesto de trabajo por el que pagaban cuarenta dólares a la semana, uno muy seguro, con posibilidades de subir a sesenta dólares y luego jubilarse con una buena pensión. Por supuesto su novia se había indignado. Aún así, ella se había fiado de él y había mantenido la relación.

¿La quería ? Bueno, en una época sí. Al menos se había sentido muy atraído por ella. Era guapa y simpática. Quizás ése fuese el problema. Era demasiado buena. Había montones de chicas así. Para un buen chico, una buena chica, un buen trabajo, un buen futuro, una buena casa, unos buenos hijos…

Pero Hale no podía sentirse contento con tantas cosas buenas. No conseguía encajar su ambición con sus habilidades.

Así que había concebido un plan extraño. Con sus ahorros había comprado en la bolsa las acciones más nefastas que pudo encontrar. Durante un tiempo temió haber sido engañado y que las acciones resultaran rentables. Pero su plan había funcionado; había tenido éxito al venderlas justo antes de que subiesen en la bolsa. El recuerdo de esa época agitada todavía le hacía sudar. Pero al jugar a la bolsa había logrado dos de sus objetivos principales, sus embarazosos ahorros habían desaparecido, y con ellos su novia Loretta también. La ansiedad había valido la pena.

“¿Ya?” llamó la Señora Burke desde el pasillo.

“Sí, puede entrar,” contestó Hale alegremente.

Con gesto de desaprobación en la cara, ella le observó ponerse su abrigo obviamente dolorido. Antes de que se pusiera el sombrero, miró a su marido de manera significativa.

“Verá, Señor Hale,” soltó el marido repentinamente. “No es que seamos millonarios, pero tenemos de buen corazón”. Extendió la mano con un billete de cinco dólares.

Fue un momento duro para Hale. Sin embargo, en vez de protestar con orgullo, sacó unas monedas de su propio bolsillo. Separó de ellas la moneda de un céntimo, y le ofreció las tres monedas de veinticinco céntimos a la mujer.

“Sé que esto no puede saldar la deuda por la manera en la que me ha cuidado,” dijo con torpeza, “pero cuando me encuentre en mejor situación, le resarciré de todo. Por favor, cójalas”.

La señora empezó a llorar, usando el delantal como pañuelo. “¡Está loco!” gritó. “¡No tiene nada más de setenta y seis céntimos! Lo sé porque ésa es la vuelta de la medicina que le compré, y quiere quedarse con un céntimo y darme los setenta y cinco”.

El marido parecía horrorizado, y se acercó con determinación a Hale. “¡Tómelo, no salga de aquí sin aceptarlo!”.

“Por favor, no me haga excitar ,” dijo Hale jadeando, alejándose. “No puedo aceptarlo. Me haría infeliz”.

Su agitación hizo que la Señora Burke frenase a su marido. Su obvio horror a ser obligado a aceptar el dinero fue lo suficientemente auténtico como para convencer a cualquiera.'

 

Con pesar , el Señor Burke guardó el billete. Los dos, Hale y él, se sintieron un poco torpes. A Hale, a pesar de todas sus peculiaridades, le faltó la consumada crueldad de irse bruscamente, aunque hubiese preferido hacerlo.

“¿Y su equipaje?” preguntó la Señora Burke.

“Pues… van a quedarse con él, por supuesto. No he pagado el alquiler…”

El Señor Burke frunció la boca. Durante unos segundos pareció enfurecido, fulminando a Hale con una mirada de orgullo herido. Al final, se vio obligado, como es natural, a abrirla para poder respirar. “Nada de eso,” amenazó.

“Pero tienen todo el derecho a quedárselo,” protestó Hale.

“No me importa, no lo voy a hacer”.

Hale pensó rápidamente. Quizás la idea de enfermar no hubiese sido tan buena. Planteaba demasiados problemas imprevistos, como éste. Había contado con que el conserje de la pensión en la que se fuera a quedar confiscaría sus pertenencias.

“Bueno,” dijo esperanzado, “¿qué tal si se quedan con el equipaje hasta que pueda pagarlo?”.

“¡Ni pensarlo!”.

“Entonces, hasta que regrese a recogerlo,” se corrigió Hale con desesperación. “No tengo fuerza suficiente para llevármelo”.

Los Burke vacilaron, sospechando una trampa, pero al final asintieron. “Pero sin hacer disparates. Cuando necesite Vd algo, tiene que venir aquí para recogerlo”.

“Por supuesto, no hay problema. Son ustedes muy amables…” se movió hacia la puerta.

El Señor Burke dijo: “No puede ir en busca de trabajo así”. Cogió a Hale por el brazo y le guió hacia el minúsculo espejo que colgaba encima de la inestable cómoda. “Tiene usted muy mal aspecto, ¿lo ve?”.

Hale tuvo que sonreír triunfalmente. Su cara era aún mejor de lo que esperaba: las mejillas delgadas y demacradas; los ojos oscuros y febrilmente brillantes, la piel de su frente estirada sobre el cráneo; la gran nariz rota que sobresalía de una maraña de pelos negros de la barba; su cabello fino y despeinado. Asintió ante su imagen. “Excelente,” pensó.

“Puede usar mi maquina de afeitar,” le dijo Burke.

Hale se estremeció de forma involuntaria. Debía preservar su barba de tres días a toda costa. “No, gracias,” dijo.

No podía esperar más tiempo y correr el riesgo de recibir más ofertas de ayuda. La boca de la mujer ya temblaba ante alguna sugerencia. Rápidamente, Hale le dio un apretón en el hombro al Señor Burke, a su mujer un beso en la mejilla, y se fue rápidamente.

En la calle sintió que había logrado un completo éxito. El amargo viento le golpeó como un latigazo; tenía sólo setenta y seis céntimos en el bolsillo, y ningún lugar para dormir. ¡Iba por buen camino!